Alberto Fernández presentó un gran texto que explica el uso, por parte del régimen del presidente López, de la hegemonía de Gramsci como eje de una estrategia política que busca desnutrir a la sociedad civil mediante la hiperpolitización de los discursos individuales, cada uno por su propia vía e interés aislado, aunque bajo un paraguas artificial de recurrir a la emoción —y, agregaría, a la equidad— con la resultante fragmentación de la acción política, para tornarla ineficaz. En consecuencia, la hiperpolitización, para usar una metáfora sencilla, es semejante a la deshidratación por exceso de líquidos en la dieta o a la debilidad del obeso causada por sus excesos alimentarios.
Si bien comparto las conclusiones del análisis de Alberto, opino que la estrategia discursiva de la Cuarta Transformación no es tan sofisticada como la que él expone, de hecho, estimo que la fórmula del nuevo régimen es más demagógica que populista y apela a un repertorio muy limitado, característico de las autocracias carismáticas del siglo XX: en el caso mexicano, se emplea una suerte de zoroastrismo, apela al sentimiento y esgrime la bondad sobre la razón y los resultados. Más que en Gramsci, el nuevo gobierno y su partido se apoyan en el juego dualista bien-mal, una simbología básica, la diseminación de posverdades y el desprecio a la sociedad abierta.
No está de más recordar que la demagogia tiene una definición clara y precisa, que hace redundante acudir al populismo para explicar la manipulación de la sociedad: la demagogia es una degeneración de la democracia, consistente en la práctica política de realizar concesiones y halagos a los sentimientos elementales de los ciudadanos, para ganarse el favor popular, tratar de conseguir el poder o mantenerlo.
Para explicar a López, basta con recurrir a la noción categórica de demagogia, sin necesidad de complicarse con un término equívoco como el de populismo.
Y cuando despertó, Platón seguía ahí
Si algo distingue a Karl Popper es su visión lógica de la ciencia y el pensamiento. Su obra más conocida, La sociedad abierta y sus enemigos, plantea el conflicto recurrente entre dos modelos de humanidad: la cerrada, representada por el pensamiento de Platón y la abierta, cuya guía corresponde a Sócrates. Eso le permite a Popper presentar un modelo dicotómico de la idea del mundo, en el que los pensadores caen en el bando platónico o en el socrático.
En la obra de Platón queda clara su vocación no democrática —en el sentido moderno del término—, pero, sobre todo, su apelación a las ideas y virtudes como criterios asignadores del derecho y el poder: para él, el mérito es moral. Hay que tener claro que Platón no es un demagogo, pero pone las bases para que pensadores subsecuentes señalen a la bondad como el eje de la balanza social. Por ello, no resulta difícil adscribir a Rosseau y a Marx en el bando del fundador de la Academia.
Aunque Platón creía en el gobierno de los eruditos, su idea del conocimiento como criterio selector del gobierno está subordinada a la moral: es bueno porque es sabio, por tanto, debe gobernar. A los posteriores adeptos de la sociedad cerrada les resultó fácil prescindir de la causa y quedarse con la consecuencia platónica, la pureza del corazón: debe gobernar porque es bondadoso.
En esta línea de sociedad cerrada se encuentra el mensaje del nuevo régimen mexicano. Detrás de las formas mesiánicas del discurso del presidente López, se encuentra una versión orwelliana de las bienaventuranzas evangélicas: para los pobres de espíritu, los humildes, los limpios de corazón, así como los que lloran porque tienen hambre y sed de justicia, será el reino de la esperanza cuatritransformada. No obstante, el paraíso que se les ofrece no implica restitución de derechos o libertades, sino sólo dádivas.
Las bienaventuranzas se deforman en esa exposición mesiánica, porque la misericordia cede ante la revancha, la paz es la de los sepulcros y los herederos del reino son los supuestos perseguidos del pasado, que en su calidad de nuevos gobernantes ahora cazan a los desplazados del poder. Incluso el victimismo presidencial, que señala cofradías del mal que mienten e insultan a las nuevas autoridades, está extraída de la misma fuente evangélica: el profeta y sus prosélitos son merecedores del reino, por su anterior vida de supuesto acorralamiento y limitaciones por parte de los ahora malditos de su padre.
Derivaciones con poco betún
La comunicación del régimen de López no se agota en el uso de una narrativa mesiánica centrada en la bondad del pueblo destinatario del poder, al discurso evangélico le acompañan el uso repetido del sofisma y la posverdad.
Vilfredo Pareto explica que la mayoría de las acciones humanas son alógicas, destaca dos mecanismos de la comunicación en ese pensar irracional: los residuos (el componente inconfesable del discurso) y las derivaciones (el argumento pseudorracional que esconde al residuo, el betún de falacia). La narrativa de la Cuarta Transformación recurre a derivaciones de forma constante, tanto en sus comunicaciones oficiales como en la de sus voceros informales, entre las que sobresalen la apelación a la equidad, a las falsa dicotomías —como confrontar los viajes internacionales de científicos con «la movilidad estudiantil en la tarahumara»—, a que importa más el esfuerzo que el resultado, a que el mérito no es tal por ser hijo del privilegio y a un largo etcétera que, por su extensión, merece un libro completo.
Ese conjunto de derivaciones tienen como eje un dualismo, una suerte de mazdeísmo donde el presidente López actúa como un Zoroastro, en el que el nuevo régimen es el benigno Ahura Mazda y los conservadores neoliberales son el malvado Angra Mainyu: el profeta hace su prédica de derivaciones que invocan una sociedad cerrada, donde lo importante son los buenos sentimientos e intenciones. Todo lo anterior es maligno, por lo que la razón, la técnica y eficiencia quedan embebidas en esa píldora del mal, su opuesto dual son la emoción, la intención inepta y la equidad.
El enemigo y el complot
Una primera versión de este texto fue leída por mi amigo Ignacio Jáuregui, quien encontró en la tesis del documento elementos que se complementan con dos materiales de Umberto Eco: Construir al enemigo y Retórica de la prevaricación. Tiene toda la razón, el discurso de López, en su dualismo zoroastrista, requiere de un contrincante maligno, satánico, el enemigo malo que se opone a la salvación del pueblo y cuya creación da pretexto para la acción del autócrata: para hacer la Cuarta Transformación, se necesita inventar a un antagonista que reúna todo los aspectos a combatir. En la mitología del caudillo, ese adversario es la mafia del poder, pero, al igual que en la demonología de las religiones del libro, ese diablo tiene múltiples nombres y personificaciones: los conservadores, fifís, neoliberales, machuchones, hampa periodística —de la ciencia, del deporte y hasta de las guarderías—, pirrurris, corruptos, burocracia dorada, jueces maiceados y alcahuetes y una larga cadena de injurias que se actualiza diariamente.
Eco expone que, si se considera que «prevaricar significa «abusar del propio poder para obtener ventajas en contra del interés de la víctima»» (…) a menudo quien prevarica, a sabiendas de que prevarica, desea en cierto modo legitimar su propio gesto e incluso, como sucede en los regímenes dictatoriales, obtener el consenso de quien es víctima de la prevaricación, o encontrar a alguien que esté dispuesto a justificarla. Por consiguiente, se puede prevaricar y utilizar argumentos retóricos para justificar el propio abuso de poder».
Una de esas formas de prevaricación es el recurso al síndrome del complot, la palabra está incorporada a la terminología de López desde 2004 y la explicación de Eco, relativa al modo de operar de las autocracias, parece una descripción de la forma de argumentar del actual presidente mexicano: «para mantener el consenso popular en torno a sus decisiones, denuncian la existencia de un país, un grupo, una raza o una sociedad secreta que conspiraría contra la integridad del pueblo dominado por el dictador».
Ese conspirador no solo cumple el rol de adversario en la lucha salvadora. La existencia del enemigo permite definir al héroe, por eso las demagogias inventan a su enemigo: en su afán de impostarse como ángeles, necesitan a sus demonios. Sin ellos, su misión de cruzados carecería de sentido, ¿cuál sería la causa por la que lucharía la 4T, si no hay mal ni enemigo a vencer? En palabras de Eco: «tener un enemigo es importante no solo para definir nuestra identidad, sino también para procurarnos un obstáculo con respecto al cual medir nuestro sistema de valores y mostrar, al encararlo, nuestro valor. Por lo tanto, cuando el enemigo no existe, es preciso construirlo».
Lo que define al enemigo es la diferencia, una que consideramos amenazante: «los enemigos son distintos de nosotros y siguen costumbres que no son las nuestras», ese contraste no tiene que ser total, pero su poder se incrementa en la medida en que la divergencia sea mayor. El peor adversario del cristianismo es el diablo, sus cualidades son las opuestas a la de Dios, no obstante, la potencia del demonio no equivale a la del Altísimo —que es el creador increado—, lo que lleva a la conclusión de que Satán es un gran enemigo, pero no está a la altura de su contrincante.
En la teogonía de López, el adversario tiene una fuerza equivalente a la del bienhechor, de ahí que su mitología sea dualista como la del mazdeísmo y no piramidal como la cristiana: la mafia del poder —y su cabeza— es un enemigo formidable, equipado con el hacha de la corrupción, al que sólo puede vencer su inverso luminoso, armado con la espada de la honestidad valiente. En esa guerra entre los ejércitos del bien y el mal, el punto de desequilibrio son los fieles, el pueblo bueno: la victoria de la equidad requiere del respaldo de los pobres de espíritu, de los que nunca alcanzaron el privilegio, de las víctimas del neoliberalismo. Así, el triunfo de las milicias celestiales traerá la llegada del reino, la Cuarta Transformación.
Pero hay quien invoca a Gramsci
Existen algunos voceros y propagandistas del nuevo régimen —oficiales y oficiosos— que invocan a Gramsci y en particular defienden el modelo hegemónico, no obstante, el uso de este aparato conceptual gramsciano es parte de una intención de describir —o explicar— un fenómeno, no implica que Gramsci sea la guía del movimiento, de la misma manera que Posner o Rodotà pueden utilizar el Análisis Económico del Derecho para explicar un tipo penal o una norma de mejora regulatoria formulada por un diputado que ni siquiera entiende el concepto de costo de oportunidad.
Detrás del uso de Gramsci, por parte de promotores políticos en nómina del gobierno, está la intención de dignificar al movimiento, pero las disquisiciones de esos emisarios no corresponden al modelo conceptual ideado por su líder y la clase dirigente que lo acompaña. Debe resaltarse que a ellos los guía un esquema muy simple, de blancos y negros, sin grises, como se ha expuesto en este texto. Planteado de otra forma, si López tuviera presente a Gramsci en su plan político, estaría muy lejos de las demagogias que ejecuta, que son más cercanas a los totalitarismos europeos de los años 30 del siglo XX.
La sociedad cerrada y sus amigos
La Cuarta Transformación es un modelo de sociedad cerrada, que usa símbolos que apelan a la emoción y derivaciones formuladas desde una visión moral de la política. Sus posverdades y falacias no son más que derivaciones que guardan un residuo de revancha y de demostración de poder: cada recorte presupuestal y medida de gobierno va dirigida a hacer saber quién manda y que todo lo que hay en este territorio depende de la voluntad presidencial, como si fuera un dios que todo da y todo quita. Más que torpeza, hay dolo en los supuestos errores de gobierno.
Si bien el presidente López deriva como un Zoroastro contemporáneo, sus residuos son propios de Enrique VIII, dueño de voluntades, personas y patrimonios.
Así, la hegemonía viene a ser una consecuencia del discurso dualista éticocentrado y estatista del nuevo régimen, no su herramienta. Y este propósito político existe porque la sustitución de la sociedad civil por el Estado es una aspiración obvia de los autócratas.
Los caracteres de la Cuarta Transformación ciertamente no son culpa de Gramsci, sino de una legitimación carismática en el peor sentido weberiano, la de un caudillo que abreva en los manantiales del autoritarismo evangélico y que, en un giro de tuerca que escandalizaría al mismo Nietzsche, imposta a un Zoroastro inverso que usa la moral del esclavo para desaparecer los contrapesos sociales a su poder, al identificar a esos equilibrios con un gemelo satánico de la salvación que trae al pueblo, la esperanza salvadora que él enarbola. Él es el camino, la verdad y la vida, ellos son el sendero de perdición, la mentira y la muerte.
La paradoja del mazdeísmo de López es que choca con la esencia del cristianismo que dice profesar, pero existe una explicación para esa incoherencia de su discurso: el dualismo que invoca es más simple de comprender para sus destinatarios y fortalece el símbolo del adversario terrible, el enemigo de los buenos y los pobres.
En suma, de no existir ese caudillismo tropical, Saramago lo inventa.
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Notas
1 No obstante, Sócrates no es el primer defensor de la sociedad abierta, ni su primer teórico. Vid. Popper, Karl R. La sociedad abierta y sus enemigos. Tomo I, P.185: «Era Sócrates el destinado a realizar la mayor contribución a esa fe y a morir por ella. Sócrates no fue un jefe de la democracia ateniense, como Pericles, ni tampoco un teórico de la sociedad abierta, como Protágoras».
2
Vid. «El lobo y el cordero. Retórica de la prevaricación», en Eco, Umberto. A paso de cangrejo. Artículos, reflexiones y decepciones. 2000-2006. Debate, España, 2007.
3
Ibídem.
4
Ídem.
5
Vid. Eco, Umberto. «Construir al enemigo», en Construir al enemigo y otros escritos. Lumen, 2012.
6
Ibídem.
7
Ídem.