Archivos Mensuales: junio 2019

La Cuarta: Zoroastro entre Popper y Pareto

 

Alberto Fernández presentó un gran texto que explica el uso, por parte del régimen del presidente López, de la hegemonía de Gramsci como eje de una estrategia política que busca desnutrir a la sociedad civil mediante la hiperpolitización de los discursos individuales, cada uno por su propia vía e interés aislado, aunque bajo un paraguas artificial de recurrir a la emoción —y, agregaría, a la equidad— con la resultante fragmentación de la acción política, para tornarla ineficaz. En consecuencia, la hiperpolitización, para usar una metáfora sencilla, es semejante a la deshidratación por exceso de líquidos en la dieta o a la debilidad del obeso causada por sus excesos alimentarios.

Si bien comparto las conclusiones del análisis de Alberto, opino que la estrategia discursiva de la Cuarta Transformación no es tan sofisticada como la que él expone, de hecho, estimo que la fórmula del nuevo régimen es más demagógica que populista y apela a un repertorio muy limitado, característico de las autocracias carismáticas del siglo XX: en el caso mexicano, se emplea una suerte de zoroastrismo, apela al sentimiento y esgrime la bondad sobre la razón y los resultados. Más que en Gramsci, el nuevo gobierno y su partido se apoyan en el juego dualista bien-mal, una simbología básica, la diseminación de posverdades y el desprecio a la sociedad abierta.

No está de más recordar que la demagogia tiene una definición clara y precisa, que hace redundante acudir al populismo para explicar la manipulación de la sociedad: la demagogia es una degeneración de la democracia, consistente en la práctica política de realizar concesiones y halagos a los sentimientos elementales de los ciudadanos, para ganarse el favor popular, tratar de conseguir el poder o mantenerlo.

Para explicar a López, basta con recurrir a la noción categórica de demagogia, sin necesidad de complicarse con un término equívoco como el de populismo.

 

Y cuando despertó, Platón seguía ahí

Si algo distingue a Karl Popper es su visión lógica de la ciencia y el pensamiento. Su obra más conocida, La sociedad abierta y sus enemigos, plantea el conflicto recurrente entre dos modelos de humanidad: la cerrada, representada por el pensamiento de Platón y la abierta, cuya guía corresponde a Sócrates. Eso le permite a Popper presentar un modelo dicotómico de la idea del mundo, en el que los pensadores caen en el bando platónico o en el socrático.

En la obra de Platón queda clara su vocación no democrática —en el sentido moderno del término—, pero, sobre todo, su apelación a las ideas y virtudes como criterios asignadores del derecho y el poder: para él, el mérito es moral. Hay que tener claro que Platón no es un demagogo, pero pone las bases para que pensadores subsecuentes señalen a la bondad como el eje de la balanza social. Por ello, no resulta difícil adscribir a Rosseau y a Marx en el bando del fundador de la Academia.

Aunque Platón creía en el gobierno de los eruditos, su idea del conocimiento como criterio selector del gobierno está subordinada a la moral: es bueno porque es sabio, por tanto, debe gobernar. A los posteriores adeptos de la sociedad cerrada les resultó fácil prescindir de la causa y quedarse con la consecuencia platónica, la pureza del corazón: debe gobernar porque es bondadoso.

En esta línea de sociedad cerrada se encuentra el mensaje del nuevo régimen mexicano. Detrás de las formas mesiánicas del discurso del presidente López, se encuentra una versión orwelliana de las bienaventuranzas evangélicas: para los pobres de espíritu, los humildes, los limpios de corazón, así como los que lloran porque tienen hambre y sed de justicia, será el reino de la esperanza cuatritransformada. No obstante, el paraíso que se les ofrece no implica restitución de derechos o libertades, sino sólo dádivas.

Las bienaventuranzas se deforman en esa exposición mesiánica, porque la misericordia cede ante la revancha, la paz es la de los sepulcros y los herederos del reino son los supuestos perseguidos del pasado, que en su calidad de nuevos gobernantes ahora cazan a los desplazados del poder. Incluso el victimismo presidencial, que señala cofradías del mal que mienten e insultan a las nuevas autoridades, está extraída de la misma fuente evangélica: el profeta y sus prosélitos son merecedores del reino, por su anterior vida de supuesto acorralamiento y limitaciones por parte de los ahora malditos de su padre.

 

Derivaciones con poco betún

La comunicación del régimen de López no se agota en el uso de una narrativa mesiánica centrada en la bondad del pueblo destinatario del poder, al discurso evangélico le acompañan el uso repetido del sofisma y la posverdad.

Vilfredo Pareto explica que la mayoría de las acciones humanas son alógicas, destaca dos mecanismos de la comunicación en ese pensar irracional: los residuos (el componente inconfesable del discurso) y las derivaciones (el argumento pseudorracional que esconde al residuo, el betún de falacia). La narrativa de la Cuarta Transformación recurre a derivaciones de forma constante, tanto en sus comunicaciones oficiales como en la de sus voceros informales, entre las que sobresalen la apelación a la equidad, a las falsa dicotomías —como confrontar los viajes internacionales de científicos con «la movilidad estudiantil en la tarahumara»—, a que importa más el esfuerzo que el resultado, a que el mérito no es tal por ser hijo del privilegio y a un largo etcétera que, por su extensión, merece un libro completo.

Ese conjunto de derivaciones tienen como eje un dualismo, una suerte de mazdeísmo donde el presidente López actúa como un Zoroastro, en el que el nuevo régimen es el benigno Ahura Mazda y los conservadores neoliberales son el malvado Angra Mainyu: el profeta hace su prédica de derivaciones que invocan una sociedad cerrada, donde lo importante son los buenos sentimientos e intenciones. Todo lo anterior es maligno, por lo que la razón, la técnica y eficiencia quedan embebidas en esa píldora del mal, su opuesto dual son la emoción, la intención inepta y la equidad.

 

El enemigo y el complot

Una primera versión de este texto fue leída por mi amigo Ignacio Jáuregui, quien encontró en la tesis del documento elementos que se complementan con dos materiales de Umberto Eco: Construir al enemigo y Retórica de la prevaricación. Tiene toda la razón, el discurso de López, en su dualismo zoroastrista, requiere de un contrincante maligno, satánico, el enemigo malo que se opone a la salvación del pueblo y cuya creación da pretexto para la acción del autócrata: para hacer la Cuarta Transformación, se necesita inventar a un antagonista que reúna todo los aspectos a combatir. En la mitología del caudillo, ese adversario es la mafia del poder, pero, al igual que en la demonología de las religiones del libro, ese diablo tiene múltiples nombres y personificaciones: los conservadores, fifís, neoliberales, machuchones, hampa periodística —de la ciencia, del deporte y hasta de las guarderías—, pirrurris, corruptos, burocracia dorada, jueces maiceados y alcahuetes y una larga cadena de injurias que se actualiza diariamente.

Eco expone que, si se considera que «prevaricar significa «abusar del propio poder para obtener ventajas en contra del interés de la víctima»» (…) a menudo quien prevarica, a sabiendas de que prevarica, desea en cierto modo legitimar su propio gesto e incluso, como sucede en los regímenes dictatoriales, obtener el consenso de quien es víctima de la prevaricación, o encontrar a alguien que esté dispuesto a justificarla. Por consiguiente, se puede prevaricar y utilizar argumentos retóricos para justificar el propio abuso de poder».

Una de esas formas de prevaricación es el recurso al síndrome del complot, la palabra está incorporada a la terminología de López desde 2004 y la explicación de Eco, relativa al modo de operar de las autocracias, parece una descripción de la forma de argumentar del actual presidente mexicano: «para mantener el consenso popular en torno a sus decisiones, denuncian la existencia de un país, un grupo, una raza o una sociedad secreta que conspiraría contra la integridad del pueblo dominado por el dictador».

Ese conspirador no solo cumple el rol de adversario en la lucha salvadora. La existencia del enemigo permite definir al héroe, por eso las demagogias inventan a su enemigo: en su afán de impostarse como ángeles, necesitan a sus demonios. Sin ellos, su misión de cruzados carecería de sentido, ¿cuál sería la causa por la que lucharía la 4T, si no hay mal ni enemigo a vencer? En palabras de Eco: «tener un enemigo es importante no solo para definir nuestra identidad, sino también para procurarnos un obstáculo con respecto al cual medir nuestro sistema de valores y mostrar, al encararlo, nuestro valor. Por lo tanto, cuando el enemigo no existe, es preciso construirlo».

Lo que define al enemigo es la diferencia, una que consideramos amenazante: «los enemigos son distintos de nosotros y siguen costumbres que no son las nuestras», ese contraste no tiene que ser total, pero su poder se incrementa en la medida en que la divergencia sea mayor. El peor adversario del cristianismo es el diablo, sus cualidades son las opuestas a la de Dios, no obstante, la potencia del demonio no equivale a la del Altísimo —que es el creador increado—, lo que lleva a la conclusión de que Satán es un gran enemigo, pero no está a la altura de su contrincante.

En la teogonía de López, el adversario tiene una fuerza equivalente a la del bienhechor, de ahí que su mitología sea dualista como la del mazdeísmo y no piramidal como la cristiana: la mafia del poder —y su cabeza— es un enemigo formidable, equipado con el hacha de la corrupción, al que sólo puede vencer su inverso luminoso, armado con la espada de la honestidad valiente. En esa guerra entre los ejércitos del bien y el mal, el punto de desequilibrio son los fieles, el pueblo bueno: la victoria de la equidad requiere del respaldo de los pobres de espíritu, de los que nunca alcanzaron el privilegio, de las víctimas del neoliberalismo. Así, el triunfo de las milicias celestiales traerá la llegada del reino, la Cuarta Transformación.

 

Pero hay quien invoca a Gramsci

Existen algunos voceros y propagandistas del nuevo régimen —oficiales y oficiosos— que invocan a Gramsci y en particular defienden el modelo hegemónico, no obstante, el uso de este aparato conceptual gramsciano es parte de una intención de describir —o explicar— un fenómeno, no implica que Gramsci sea la guía del movimiento, de la misma manera que Posner o Rodotà pueden utilizar el Análisis Económico del Derecho para explicar un tipo penal o una norma de mejora regulatoria formulada por un diputado que ni siquiera entiende el concepto de costo de oportunidad.

Detrás del uso de Gramsci, por parte de promotores políticos en nómina del gobierno, está la intención de dignificar al movimiento, pero las disquisiciones de esos emisarios no corresponden al modelo conceptual ideado por su líder y la clase dirigente que lo acompaña. Debe resaltarse que a ellos los guía un esquema muy simple, de blancos y negros, sin grises, como se ha expuesto en este texto. Planteado de otra forma, si López tuviera presente a Gramsci en su plan político, estaría muy lejos de las demagogias que ejecuta, que son más cercanas a los totalitarismos europeos de los años 30 del siglo XX.

 

La sociedad cerrada y sus amigos

La Cuarta Transformación es un modelo de sociedad cerrada, que usa símbolos que apelan a la emoción y derivaciones formuladas desde una visión moral de la política. Sus posverdades y falacias no son más que derivaciones que guardan un residuo de revancha y de demostración de poder: cada recorte presupuestal y medida de gobierno va dirigida a hacer saber quién manda y que todo lo que hay en este territorio depende de la voluntad presidencial, como si fuera un dios que todo da y todo quita. Más que torpeza, hay dolo en los supuestos errores de gobierno.

Si bien el presidente López deriva como un Zoroastro contemporáneo, sus residuos son propios de Enrique VIII, dueño de voluntades, personas y patrimonios.

Así, la hegemonía viene a ser una consecuencia del discurso dualista éticocentrado y estatista del nuevo régimen, no su herramienta. Y este propósito político existe porque la sustitución de la sociedad civil por el Estado es una aspiración obvia de los autócratas.

Los caracteres de la Cuarta Transformación ciertamente no son culpa de Gramsci, sino de una legitimación carismática en el peor sentido weberiano, la de un caudillo que abreva en los manantiales del autoritarismo evangélico y que, en un giro de tuerca que escandalizaría al mismo Nietzsche, imposta a un Zoroastro inverso que usa la moral del esclavo para desaparecer los contrapesos sociales a su poder, al identificar a esos equilibrios con un gemelo satánico de la salvación que trae al pueblo, la esperanza salvadora que él enarbola. Él es el camino, la verdad y la vida, ellos son el sendero de perdición, la mentira y la muerte.

La paradoja del mazdeísmo de López es que choca con la esencia del cristianismo que dice profesar, pero existe una explicación para esa incoherencia de su discurso: el dualismo que invoca es más simple de comprender para sus destinatarios y fortalece el símbolo del adversario terrible, el enemigo de los buenos y los pobres.

En suma, de no existir ese caudillismo tropical, Saramago lo inventa.

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Notas

1 No obstante, Sócrates no es el primer defensor de la sociedad abierta, ni su primer teórico. Vid. Popper, Karl R. La sociedad abierta y sus enemigos. Tomo I, P.185: «Era Sócrates el destinado a realizar la mayor contribución a esa fe y a morir por ella. Sócrates no fue un jefe de la democracia ateniense, como Pericles, ni tampoco un teórico de la sociedad abierta, como Protágoras».

2
Vid. «El lobo y el cordero. Retórica de la prevaricación», en Eco, Umberto. A paso de cangrejo. Artículos, reflexiones y decepciones. 2000-2006. Debate, España, 2007.

3
Ibídem.

4
Ídem.

5
Vid. Eco, Umberto. «Construir al enemigo», en Construir al enemigo y otros escritos. Lumen, 2012.

6
Ibídem.

7
Ídem.

Los no intelectuales

 

En un texto fundamental de Gabriel Zaid (Vuelta 261, agosto de 1998), se define al intelectual: «es el escritor, artista o científico que opina en cosas de interés público con autoridad moral entre las elites».

Este concepto excluye al grueso de los comentócratas, analistas y voceros de todo color y orientación ideológica. Para prestigiarse, estos portavoces se suelen arrogar ese rol de opinantes reconocidos entre las minorías selectas o dirigentes, cuando resulta claro que carecen de esa validación.

Zaid hace un recuento de nueve casos de comentaristas que no encuadran en el supuesto de intelectual, desde los evidentes —como «los que no intervienen en la vida pública»— hasta los planteados con humor cáustico —«los taxistas, peluqueros y otros que hacen lo mismo que los intelectuales, pero sin el respeto de las elites»—, en medio de estos extremos, hay una rica tipología de emisarios, cuya aplicación al entorno actual, permite retratar la tragicómica situación del charlismo de la Cuarta Transformación.

Existe un componente cultural indispensable para ser intelectual, que es su recepción como tal. No equivale a ser popular: un influencer con cientos de miles o millones de seguidores no alcanza el carácter de intelectual por esa fama, por el contrario, se encuentra en el supuesto que Zaid señala para los que ya no son exclusivos y, por ende, repugnan a los gustos distinguidos: «los que se ganan la atención de un público tan amplio que resulta ofensivo para las elites».

Así, a pesar de que las masas en redes sociales sostengan que un personaje es un intelectual, porque en su visión da opiniones inteligentes, ese sujeto usualmente carecerá de ese rasgo, ya que las clases dirigentes —para usar la terminología de Gaetano Mosca— lo considerarán inadecuado para su idea del mundo, que necesariamente es más selectiva que la de la multitud.

En el discurso demagógico de la Cuarta Transformación, la concepción clásica de intelectual es reputada como notoriamente clasista —y, en su visión que yuxtapone lo económico con otros factores, también es considerada racista—. No obstante, el error de los autodenominados progresistas radica en considerar que, al hacer este distingo, se afirma que sólo los intelectuales son valiosos. Parece obvio, pero decir que las peras no son manzanas no demerita a las peras.

Cada tipo de actor social tiene su público validante: las elites legitiman al intelectual, mientras la masa lo hace con el ídolo popular, el artista o el caudillo. Sin duda que el intelectual tiene el favor de las minorías dirigentes en los ámbitos económicos, culturales, artísticos y científicos; pero los íconos de masa son adorados por la muchedumbre. En medio de ellos, se encuentran los que no son ni intelectuales ni ídolos, pero aspiran a ser escuchados y aceptados: «los que intervienen como especialistas, los que adoptan la perspectiva de un interés particular, los que opinan por cuenta de terceros, los que opinan sujetos a una verdad oficial y los que son escuchados por su autoridad religiosa o su capacidad de imponerse», son los analistas y portavoces.

Los académicos y especialistas pueden llegar a ser intelectuales, pero ese tránsito de estado no es automático, mientras las elites no los acepten como opinantes con autoridad moral, su validez estará en su rigor científico o en la atención de su público especializado, que no es necesariamente una elite.

Por su parte, los voceros casi nunca son intelectuales, ya que su opinión de los asuntos de interés público tiene la perspectiva de un interés particular —el de su patrón—, no comentan por cuenta propia —sino por la de su jefe—, están sujetos a una verdad oficial y suelen ser escuchados por su autoridad religiosa o por su capacidad de imponerse «por vía armada, política, administrativa, económica»; es decir, sus posturas no pueden tener autoridad moral entre las clases dirigentes porque carecen de la calidad de propias y del valor intrínseco de la libertad del que las formula: el intelectual ejerce su valentía civil al expresar libremente su parecer sobre los asuntos de interés público. No hay arrojo ni audacia en el portavoz que comunica lo que su dirigente desea, respaldado en el poder que detenta.

Zaid lo expresa con claridad meridiana: «en particular, las elites que encabezan la sociedad civil y aspiran a una conciencia libre y moderna no se reconocen en el clero tradicional ni en la burocracia ilustrada. Esto favorece el papel de los intelectuales como una especie de clerecía civil frente a la clerecía del Estado y frente al clero propiamente dicho».

Entonces, ¿qué son los voceros? Zaid también da la respuesta: son parte de la intelligentsia, la que quiere vivir en la nómina pública, como evidencia la inserción de esos emisarios en la burocracia y hasta en medios públicos sufragados por los contribuyentes, como conductores o animadores. En esta época de legitimaciones carismáticas, llamar clerecía estatal a los heraldos gubernamentales es particularmente preciso.

Y, a pesar de haber escrito sobre el tema hace 20 años, Zaid hizo lo que Orwell en 1984, predecir un futuro distópico. La explicación del linaje del término intelligentsia parece un comentario lapidario de los representantes del actual régimen, «su origen es subdesarrollado y revolucionario: la casta educada y descontenta que aspiraba al poder, para encabezar la modernización de un país atrasado». Quizá esa casta no sea tan educada, pero sí está descontenta y reniega del sendero tomado por su patria: el maldito neoliberalismo que hace las veces de Lucifer económico y social, padre de todos los males y desventuras.

Algunos de estos emisarios oficialistas ni siquiera son educados, impostan la cultura, ostentan lecturas que no hicieron —o no entienden— y hacen algo distinto a la vocería del especialista: realizan histrionismo, participan en espacios públicos con afectación exagerada, en el infructuoso afán de convertirse en símbolos, cuando en el mejor de los casos sólo llegarán a ser personajes bufos.

Los no intelectuales, algunos burdos y risibles, pretenden apoderarse del rol de los eruditos que sí tienen autoridad moral para opinar de asuntos públicos. A pesar de que la quieren disfrazar de progresismo igualitario, esa intención es otro asalto a la libertad de pensamiento y actuación, al pretender que el Estado también se apodere de un espacio propio de la sociedad civil: la sustitución de intelectuales por portavoces es propia de las autocracias, donde los opinantes son meros concesionarios del Estado.

La justificación de la intelectualidad no está en el exclusivismo o en la conciencia de clase, sino en su utilidad social, como garante de la reflexión independiente sobre lo común, lo público: la visión impuesta por el gobierno no cumple con esos extremos, es precisamente lo contrario, porque la perspectiva oficial —necesariamente parcial— no equivale a la social —que es más amplia y plural—-.

Al igual que en el caso del tributo al César, si observamos la opinión gubernamental, su imagen e inscripción es la del dirigente: pues lo del caudillo devolvédselo al caudillo, y lo de la sociedad, a la comunidad. El espacio de la intelligentsia es el gobierno, el de los intelectuales es la sociedad civil: por más que aquellos quieran usurpar el rol de estos, en una sociedad libre jamás los desplazarán.

En consecuencia, la permanencia de los intelectuales, necesaria para una república democrática y libre, implica un ejercicio de distinción por parte del público, que debe diferenciar claramente entre las vocerías de gobierno y los eruditos independientes. Como parte de ese examen, deben señalarse a los farsantes que pretenden aparecer como intelectuales, cuando son burócratas del comentario.

Las democracias con libertades efectivas tienen un nutrido cuerpo de intelectuales. Entre los primeros objetivos del autoritarismo está la supresión de las opiniones independientes y la sumisión de las elites a los deseos del dirigente. La andanada de no intelectuales durante la Cuarta Transformación es la evidencia de esa intención de cancelar el pensamiento libre, amparados en las falacias del anticlasismo y el igualitarismo. El caudillismo tropical pretende hacer una Revolución Cultural donde impere el pensamiento único, corresponde a la sociedad impedirlo, con el rechazo del oficialismo disfrazado de análisis autónomo: Bertrand Barère de Vieuzac —portavoz del Terror— jamás fue un Voltaire…

El enano contenido

 

En un país donde la ministra de la Función Pública afirma que el presidente es el Estado, la república parece una quimera. Los padres fundadores de Estados Unidos, referente obligado del diseño constitucional mexicano, apostaban por un gobierno federal efectivo, pero cuyo poderío fuera el indispensable, ni una pulgada más de lo necesario. En contraste, la tradición colonial y mexicana mira con embeleso al caudillo, al hombre fuerte de horca y cuchillo, al cacicazgo. El México pluricentenario no quiere un gobierno débil, ama a los líderes autoritarios.

Por esa adoración al déspota, existieron los Guerrero, Bustamante, Santa Anna, Juárez y Díaz, cada uno con sus rasgos autoritarios. Desde el presidente caprichoso que huye a su Hacienda cuando se harta del gobierno, hasta el que lucha por la no reelección para quedarse treinta años en una silla que se volvió trono. En medio hay quien se dijo liberal, pero confiscó bienes privados para pagar la mala gestión pública, así como hay golpistas y segadores de cualquier funcionario que no les fuera servil. Para expresarlo en una frase: México carece de costumbre democrática.

La democracia no es otra cosa que la condición en la que todo poder tiene control y límites (Loewenstein). Por ende, entre la aspiración de un Estado fuerte y la de uno democrático no hay equivalencias totales. Quizá coincidan en la necesidad de efectividad, de gobernabilidad, pero sus caminos se bifurcan en los medios, sus intensidades… y a veces hasta en sus fines.

El gobierno actual apuesta al fortalecimiento del Estado, lo que parecería conveniente en términos de eficacia, el problema es que ese nuevo régimen equipara a la parte con el todo: confunde al Ejecutivo con el Estado. Y esa visión es antidemocrática por razones históricas, constitucionales y políticas.

Por el lado histórico, las repúblicas liberales nacen de la idea de dividir el poder, de evitar que el mismo ente, que ordena en los casos concretos, también fuera el que diera las normas fundantes de esas órdenes y que además juzgara las controversias por las discrepancias entre lo dispuesto en la norma y lo ejecutado en la orden. Al monarca, ese que era el Estado, se le quitó la función de legislar y la de juzgar, el reducto fue la Administración, el Ejecutivo: en adelante, el gobierno constitucional implicaba que el congreso legislaba, el rey (o su primer ministro) ejecutaba la ley y los tribunales resolvían los conflictos aplicando esa misma ley.

Por la vía constitucional, se confirma que el poder debe dividirse para evitar que el Estado abuse y que cada función controla a otra, por lo que, en el modelo democrático, el Estado siempre es menos fuerte que en el absoluto.

El gobierno es un hecho político, no necesita de la democracia para existir. Parafraseando una feliz analogía del jurista Eugenio Raúl Zaffaroni sobre el poder punitivo y el Derecho penal, el Estado arbitrario es una especie de enano furioso, tiránico, que vive contenido en una armadura que lo reduce, que es el Derecho constitucional. En la medida en que la Constitución funciona, el poder político se filtra y restringe. Por el contrario, cuando se otorgan facultades sin límites ni controles, esa cubierta se fractura y la entidad confinada puede ejercer su poder político con mayor posibilidad de abuso.

Por tanto, «fortalecer al Ejecutivo» es una forma de fisurar la armadura de contención del poder político absoluto. Esas grietas pueden darse mediante mecanismos formales o informales, un ejemplo de los formales se encuentra en la potestad discrecional para fijar el salario del presidente, que se autoatribuyó el Poder Legislativo —y que la Suprema Corte acaba de invalidar—; una muestra de grieta informal es la captura regulatoria que la presidencia hizo de las voluntades de algunos ministros de ese mismo Alto Tribunal —uno por ser impulsado para encabezar ese órgano judicial, otros por ser nominados para integrarlo—.

Un Ejecutivo fuerte, el que predomina sobre sus órganos de control, que son los tribunales y el Congreso, es menos democrático que uno en equilibrio. La apuesta de vigorizar al Estado por la vía de robustecer al Ejecutivo es equivocada, un presidente republicano no puede ni debe ser un Rey Sol, por lo que las acciones formales e informales para otorgarle nuevos poderes sólo rasgan el contenedor de un enano furioso, dispuesto a saltar fuera de su recipiente moderador para ejercer un poder violento.

La única vía para fortalecer al gobierno, sin arriesgarse a la dictadura, es la del Estado de Derecho. La reforma institucional que racionaliza y simplifica las leyes y trámites, incrementa el cumplimiento de las normas y mejora los controles del poder, genera un Estado con mayor eficacia y, por ende, con más fuerza.

Por el contrario, es demagógico el discurso que sostiene que darle poder al Ejecutivo es una manera racional de fortalecer al Estado: es exactamente lo opuesto, ya que hace de la Administración una rama más arbitraria, consecuencia natural de que su poder tiene menos límites y controles. Esa iniquidad hace atractiva la corrupción y la componenda, por lo que el autócrata necesita cada vez más poder para hacer cumplir sus disposiciones trastornadas. A la larga, la orden legal es sustituida por el mandato voluble, lo que en lenguaje monárquico se denomina gracia y privilegio.

El problema de una ocurrencia política es que revela un error en el pensamiento. Cuando esa idea desdichada proviene del fanatismo, la amenaza demagógica es mayor. La declaración de que el presidente es el Estado no sólo es una desafortunada puntada, implica una visión del gobierno que es peligrosa para la democracia, una desatinada perspectiva que pretende liberar al enano autócrata que aún tenemos limitado gracias a la Constitución.

Simplificar el sistema

 

El presidente comentó que el Plan Nacional de Desarrollo (Planade) se inspira en el Programa del Partido Liberal Mexicano de 1906 y el Plan Sexenal del Gobierno del General Lázaro Cárdenas (1934-1940).

Si bien el Planade merece un análisis aparte, no deja de ser significativo que, entre los principios rectores de política se encuentren varios que son idénticos a lemas de campaña y a inquietudes keynesianas, pero que brille por su ausencia el reclamo del Partido Liberal respecto a la necesidad de simplificar el juicio de amparo. La redacción del Punto 41 del Programa es categórica: «hacer práctico el juicio de amparo, simplificando los procedimientos».

Ese reclamo tiene 113 años y, a la fecha, el amparo sigue siendo el juicio poco práctico, nada sencillo, discutiblemente expedito y con trabas, del que se quejaban esos críticos liberales. Esta indiferencia respecto a los defectos del sistema jurídico no es sólo una anécdota en la historia de la ineficacia gubernamental mexicana, sino una de las causas principales de la corrupción, por lo que la corrección del derecho mexicano debería ser un principio rector de la política nacional.

Carga regulatoria

Sartori tiene una feliz reflexión que suele olvidarse en el análisis político: «el único modo de resolver los problemas es conocerlos, saber que existen. El simplismo los borra y así los agrava» o, como plantea en una traducción alterna de su obra, no hay soluciones fáciles a problemas complejos. No obstante, hay una serie de remedios estructurales que mitigarían el problema del deficiente sistema jurídico mexicano, todos vinculados a la carga regulatoria, es decir, el costo que tienen las leyes para la vida y transacciones de las personas.

Bajo el pretexto del federalismo, tenemos tres niveles de gobierno y, por ende, tres categorías de normas correspondientes. Así, por ejemplo, en el país hay 32 códigos civiles y 32 penales, así como una insultante cantidad de reglamentos municipales que, gracias a las ocurrencias interpretativas de la Suprema Corte, son virtualmente leyes. Un mismo tema se trata de distintas formas en diversos ordenamientos, por lo que no resulta extraño que un trámite implique la decisión de autoridades federales y locales, que existan criterios judiciales contradictorios sobre un mismo tema y que la más pequeña gestión legal se convierta en un pantano de incertidumbre.

Esta maraña jurídica otorga un poder enorme a los agentes públicos, que se convierten en los amos del laberinto: el desorden normativo hace virtualmente imposible que los ciudadanos comunes puedan entenderlo, sólo los funcionarios y operadores pueden descifrar sus barreras y atajos. El alto costo de la tramitación ordinaria hace atractivo que los ciudadanos opten por pagar la facilitación que efectúa un burócrata, mismo que también tiene incentivos para mantener esa oscuridad administrativa o incluso aumentarla. Por tanto, el enredo gubernativo es la causa principal de la corrupción.

Las acciones mínimas

Simplificar el sistema mitiga una parte importante de esta carga regulatoria. Medidas tan evidentes como reducir las instancias a sólo dos, haciendo a todas las apelaciones federales, prohibir el reenvío (quien revisa el asunto tiene que resolverlo de fondo), restringir el amparo a un auténtico medio extraordinario (máxime que, a partir de 2011, cualquier tribunal puede proteger derechos humanos), hacer leyes y códigos nacionales de todos los temas importantes (como pasa en otros países federales), reducir la legislación fiscal, concentrar los trámites a una ventanilla única en un solo nivel de gobierno (de preferencia automatizado), establecer un solo sistema de demarcaciones para los tres niveles de gobierno (si ya hay 300 distritos electorales, en esas mismas zonas deberían existir 300 distritos administrativos y judiciales), establecer un solo sistema nacional de carrera judicial y sacar a los poderes ejecutivos de la designación de jueces, magistrados y ministros, son apenas algunas de las medidas que, en el corto plazo, harían más sencillo el sistema y reducirían la corrupción.

Estas acciones harían más por el desarrollo incluyente, marcado como objetivo general del Planade, que lugares comunes como «el mercado no sustituye al Estado» o «no al gobierno rico con pueblo pobre», que se encuentran como principios rectores de política del plan sexenal. Si bien Sartori apuntaba que no hay soluciones sencillas para los problemas complicados, eso no implica que simplificar el gobierno sea fácil. La oposición política, los intereses creados, las demagogias y la cleptocracia hacen arduo aclarar el sistema. Lo cierto es que, si vamos a invocar a los liberales de 1906, hay cosas más útiles en sus documentos que las recuperadas en el Planade: lo único mejor que una democracia es que esta tenga un efectivo Estado de Derecho.

 

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Notas

1 Vid. «El Programa del Partido Liberal Mexicano de 1906», consultable en la dirección electrónica https://www.gob.mx/presidencia/prensa/el-programa-del-partido-liberal-mexicano-de-1906

2 Vid. Plan Nacional de Desarrollo 2019-2024, consultable
en la dirección electrónica https://www.gob.mx/cms/uploads/attachment/file/458250/20190430-XVIII-1.pdf
, especialmente página 10 de esa edición y el Punto 41, en la página 15.

3 Vid. Programa del Partido Liberal Mexicano y Manifiesto a la Nación, consultable en la dirección electrónica https://www.gob.mx/presidencia/prensa/el-programa-del-partido-liberal-mexicano-de-1906

4 El Programa del Partido Liberal da una explicación precisa de su inconformidad con el trámite de los amparos: «un punto de gran importancia es el que se refiere a simplificar los procedimientos del juicio de amparo, para hacerlo práctico. Es preciso, si se quiere que todo ciudadano tenga a su alcance este recurso cuando sufra una violación de garantías, que se supriman las formalidades que hoy se necesitan para pedir un amparo y las que suponen ciertos conocimientos jurídicos que la mayoría del pueblo no posee. La justicia con trabas no es justicia. Si los ciudadanos tienen el recurso del amparo como una defensa contra los atentados de que son víctimas, debe este recurso hacerse práctico, sencillo y expedito, sin trabas que lo conviertan en irrisorio».

5 Sartori, Giovanni. ¿Qué es la democracia? (Spanish Edition) . Penguin Random House Grupo Editorial México. Edición de Kindle.

6 Cfr. Sartori, Giovanni. ¿Qué es la democracia? Tercera reimpresión, México, Nueva Imagen, 2000.

7 Cfr. Controversia Constitucional 18/2008, consultable en la dirección electrónica http://www.diputados.gob.mx/LeyesBiblio/compila/controv/128controv_07abr11.doc.

8 Vid. Plan Nacional de Desarrollo 2019-2024, P. 29.